Sabemos que una muerte intrauterina o perinatal conlleva la configuración del trauma, no sólo por la muerte de un hijo sino por las condiciones del contexto en que sucede.
El impacto, lo inesperado, lo disruptivo, lo que rompe con las leyes biológicas que cuando se espera la vida adviene la muerte… Incomprensible e inaceptable para la lógica del psiquismo, y de la fisiología misma.
El cuerpo, el cerebro, todo está preparado para albergar la vida, hay una programación biológica que contiene la memoria filogenética de la humanidad, programación que contiene la información de gestar, parir y dar nacimientos con vida y asistir en los cuidados de supervivencia.
Una programación biológica que tiene una potencia grabada en la especie al servicio de la creación y la preservación de la vida, de la transmisión de la filiación, de generación en generación.
Ese programa permanece activo en el cuerpo tras la muerte del bebé, y sigue buscando, sigue anhelando, sigue fabricando hormonas, leche materna, codificando la información al servicio del reconocimiento de la vida.
Todo lo cual hace que ese evento produzca un estado de shock, algo incomprensible a toda lógica, al entendimiento de la complejidad de la situación.
Los tiempos que se juegan en distintos niveles, los tiempos de la fisiología, los tiempos de la conciencia, los tiempos del inconsciente, los mecanismos de defensa, los tiempos del personal sanitario, los tiempos administrativos, los tiempos de la madre, del padre, de la familia…
Se produce una colisión de urgencias, de exigencias externas e internas, imposibles de tramitar al momento del trauma.
Esta misma colisión desencadena en “colapso” que desborda la capacidad de procesamiento global de la experiencia, en todos sus niveles y dimensiones.
En ese colapso subjetivo, el tiempo se detiene, se congela. El procesamiento interno queda en “pausa”, disociado, congelado…
Lo que llevará un tiempo indefinido, comenzar a reabrir cada instancia del proceso.
No hay tiempos que puedan ser preestablecidos, no hay categorías, ni clasificaciones, ni pretensiones del modelo médico hegemónico que puedan dar cuenta de un tiempo medible, objetivable, racional, estandarizable…
La cantidad de variables, y de factores que intervienen en cada caso, será singular y único, y dependerán de la historia de cada quién, su contexto y fundamentalmente del tipo de acompañamiento que se reciba.
La temporalidad del trauma nos muestra un presente perpetuo, aquello que no pudo ser procesado se manifiesta en forma de síntomas, de flashbacks, de fijación, de anhelo, de vacío, de un dolor intransferible que busca las vías de ser expresado y reconocido, que busca salir a la superficie para ser tramitado, elaborado, integrado.
Por estos motivos, con estas hipótesis, intentamos abrir a la reflexión sobre la necesidad de validar los tiempos sagrados, indeterminables e impredecibles para cada caso y cada familia.
Consideramos que la pretensión de acotar, enmarcar, objetivar los tiempos desde el modelo de la ciencia hegemónica, no sólo no ayuda, sino que por el contrario invalida e inhibe el tiempo necesario de un proceso natural, que, al no encontrar una vía permitida, se repliega y finalmente conduce tanto a los duelos complicados como a la patología del duelo.
Así como un hijo es un hijo para toda la vida, se requerirá una vía de reconocimiento, legitimación y validación de ese tiempo necesario, indispensable para construir, reconstruir y resignificar el vínculo con el hijo fallecido.
Es así que los tiempos de los procesos serán abiertos, sin fecha de cierre ni de caducidad, y no por ello debemos patologizar estos procesos, condenando a quienes los padecen, que en realidad manifiestan los sentimientos inherentes, humanos que nos definen como humanos.
Sentimientos que nos otorgan la esencia de dignidad de nuestra humanidad.
María Andrea García Medina