Agustín el niño que volaba.
Agustín era un niño prodigio, un alborozo de cantos en la frescura de las mañanas. Un día, miró fijo a su madre, con sus ojitos brillantes, como el fruto maduro de la higuera, y le confesó su deseo.
El quería volar, la había pedido a su Ángel de la guarda, que sus manitos redonditas que atesoraban juguetes se transformen en plumaje, y con ellas conseguir su mayor anhelo, volar hacia el sol.
Soñaba que sus plumas se contagien del dorado de sus rayos y sean muy agliles para su danza aérea.
Su mamá lo miró con ojos nublados, y puso trompa de elefanta, se quedó callada un instante, no sabía que decirle, quería tenerlo pegadito a ella, porque las mamas son así. Pero en el fondo sabía que cuando Agustín decía cosas con firmeza, tarde o temprano las conseguiría, porque él siempre había sido un niño tenaz y fuerte.
Así que solo asintió con la cabeza, y luego dijo así “Si ese es tu deseo Hijito pues que Dios te lo conceda”.
Dicho esto, en un abrir y cerrar de ojos su cuerpecito robusto se achicó más y más, y un pajarito liviano de alas turquesas se apareció frente a la mamá de Agustín, quien no cabía en su asombro, un lindísimo colibrí empezó a agitar sus alas, y voló lejos y alto en el cielo azul.
Su madre lo saludaba agitando sus manos y lo alentaba a seguir, con la promesa de que algunas tardes de sol, se reencontrarían en el jardín de la Abuela, él posado en las flores, para saber que era un niño-ave inmensamente feliz y juntos celebrar sus aventuras aladas con un beso en la punta del piquito naranja.
Laura Rojo (autora)